El renacer de los malparidos

Me atrevo a decir, sin publicar las pruebas que me avalen, que jamás estuve en una movilización, una expresión popular tan inmensa como la de estas jornadas. Quizá lo puedo sostener por ser sólo cinco días menor que esa tilinga que llamamos democracia; por ser de la generación malparida por el miedo, el Punto Final y la Obediencia Debida y la derrota de la posibilidad de la lucha por “otro mundo posible”.
Por Laura Caniggia | Desde Buenos Aires

No podría ser tan atrevida y no aclarar en estas primeras líneas que no creí en él. En un momento dudé, es cierto. Con su primer discurso como presidente me dio esperanza, yme quebré el día que inauguró el Museo de la Memoria, aquella tarde en la que, increíblemente, las Madres dejaban de ser las locas, y el Estado las reconocía como luchadoras.

Este miércoles, su muerte me llevó a esa plaza sin calesita-mareada ya de tantas vueltas alrededor de la pirámide para que los hijos desaparecidos dejen de ser aquellos que "no están, no existen"-, como a tanta gente que fue llegando por la inercia de la historia, esa que nos lleva allí cuando un sentimiento de bronca, de ilusión, de amor, de pasión o de dolor nos une.

Ese mareo, que ya sufre hace más de tres décadas, parecía a punto de hacerla caer en las primeras horas de la tarde. Como buscando un lugar, perdidos, sin saber bien qué hacer ni a donde ir, casi sin pensarlo -cuando el censo todavía retenía a la mayoría de los argentinos perplejos en sus casas- el silencio trasvestía la plaza. Chicos en ronda, con la mirada perdida, permanecían casi sin hablar -ni siquiera con el que tenían al lado- como si nadie más hubiera.

La fila ordenada de caras angustiadas ya esperaba pacientemente mientras el cuerpo del ex presidente yacía todavía en su casa del Calafate, la espera no era para sacar ventaja, para acampar guardando el número que les asegure la primera fila para entrar y verlo. Faltaban 17 horas todavía para que se abrieran las puertas para darle el adiós. Esa cola que apilaba ojeras profundas y llantos continuos era sólo para poner una flor o un mensaje en una reja más cerca a la Casa Rosada, porque a ocho horas de conocer su muerte, las primeras vayas que atravesaban la plaza ya estaban colmadas, como un collage preescolar que intentaba contar lo que todavía no se sabía bien cómo expresar.

En aquel silencio solitario y a la vez multitudinario, leer cada mensaje pegado sobre las rejas, el piso, la pirámide, donde quedaba un hueco, provocaba un profundo dolor de panza; como un vacío agudo que te atraviesa el cuerpo a la mitad y te retuerce. Ese malestar, esa incertidumbre, ese dolor se fue revirtiendo con la oscuridad. El anochecer fue aclarando las sensaciones y opacando el silencio. La liberación de los censados multiplicó las voces, la agitación y las convicciones. Los solitarios, las organizaciones, las familias, los amigos, los dirigentes, los militantes, las madres, las abuelas, los hijos, los padres, los camioneros, los actores, los famosos, los ignorados. Todos. Todas. Decenas de miles. Muchos. Pero muchos. Llegaron. No para despedirlo a él, porque todavía no estaba, si no para sostener un gobierno en el que creen o para repudiar lo que abominan.

Esa plaza, la del miércoles a la noche, no fue la del dolor, si no la del compromiso y la convicción, aunque sea ante la tragedia. La que repudió al vicepresidente entonado continuamente "andate Cobos la puta que te parió". El insulto no como un mecanismo de bronca que permitía procesar el dolor, si no como condena a la traición política y reivindicación de las ideas. Siento que el deber de reconocerlas, aunque crea que no sean esas mis mismas ideas. Y en algunos casos me equivoque.

El “que se vayan todos” evolucionado y reducido al “que se vaya Cobos” muestra que ya no todo es lo mismo. Que si alguien se atreve a decir que el Estado es un mero administrador de la economía hay muchos más que no serán indiferentes a esa aberración, porque en esa plaza se vivió un aborto liberal, la eliminación natural del feto que determinaba que la economía estaba por encima de lo político. Hay mucho que reconocen a la Alternativa Bolivariana para las Américas y a la Unión de Naciones Suramericana como sepultureras del Alca de Bush.

Mis ideas, decía, no son las mismas. Me separa que los kirchner siempre hayan sostenido que la justicia social era posible dentro de este sistema. "No estoy hablando del fin del capitalismo sino que necesitamos otro capitalismo, uno que busque generar puestos de trabajo, progreso social", señaló la presidenta Cristina Fernández a fines de 2008, y dejó en claro que no pretendía alterar las raíces venenosas de este sistema. Descreo que sea posible concebir una convivencia justa entre quienes tienen y definen los modos de producir y quienes sólo pueden ofrecerse como reproductores manuales de esa producción.

No puedo confiar en un modelo que no elimina la plusvalía de la soja que da de comer a los cerdos chinos. No es mi proyecto el que deja ser al clan sanjuanino Gioja, permitiendo la contaminación minera y las multinacionales se roben nuestros minerales.

Cómo bancar que más ganan los que más ganan y los que menos tienen menos tienen. Critico esas injusticias. Pero entre esos cientos de miles de personas, otros interrogantes se me imponen. Cómo le digo a las Madres y a las Abuelas que ésta no es la manera de hacer una sociedad más justa si este "modelo" las reconoció, les dio el lugar que merecían, rompió con los honores impunes de los militares y empezó a juzgar a los asesinos.

Qué le explico de la distribución de la riqueza a una jubilada que pasó seis horas parada, caminando, en la cola para verlo a Kirchner porque gracias a él comía, porque su proyecto devolvió la administración de las jubilaciones al Estado y logró que muchos cobraran una pensión. Y al pibe que decía que después de once horas de espera contaba que por él empezó a creer en la política, ¿le debería discutir sobre la lucha de clases?

Cómo hago para que me sea indiferente esta muerte cuando en el microclima argentino de Recoleta recibían a los censistas con champagne para festejar y en la bolsa de New York las empresas argentinas subían su cotización. Clarín, un 50 por ciento. Si ellos están de luto, claramente no es mi luto.

Por sensibilidad, por azar, por rebeldía. Por suerte. La educación privada, la buena vida de la zona norte bonaerense, el desinterés entre quienes más se interesaron siempre por mí no impidieron que yo crea en la política como herramienta de transformación, de cambio, y eligiera el periodismo por no poder ser soldado, como diría con belleza y claridad el poeta cubano José Martí.

Me cuesta mucho, todavía me duele la panza, van más de 50 horas de despedida, las imágenes ya asoman los últimos instantes. Con sonido lúgubre un canal que se muestra como la copia berreta de C5N logra mantenerme conmovida al borde del llanto, durante todas estas horas. Y me provoca esta escritura desordenada, propia del relato inmediato, de pensar y comunicar lo que para en ese mismo instante. De nada sirve saber de los artilugios de la construcción de la noticia, de sus coincidencias con el discurso ficcional, de su intención editorial; no puedo evitar sensibilizarme aún más gracias a la simbología de los medios.

No sé cuántos sienten más el dolor por la escena mediática; por el saber montar y trastocar la realidad, por esa musiquita, esos planos y esas palabras de circunstancia que buscan apretar la llaga. Pero la mayoría, y dudar de eso sería de canalla, estaba ahí no por el placer de la tragedia ajena si no por sentirse parte del drama, y capaces de revertirlo.

Se va un militante, alguien que sin dudas amaba el poder de trabajar y conciliar desde la retórica y la práctica. Se va una parte del objeto de la crispación, el que desveló que el conflicto es la regla de juego de las relaciones de poder de esta sociedad desigual. Me pregunto si esa capacidad de conciliar lo llevará al cielo -suponiendo que eso exista- y lo pondrá en una casona de Madrid a mediar en el encuentro entre Perón y el Che.

Ya se fue, la imagen de día, dislocante por el horario nocturno, muestra en la Patagonia sus últimos instantes sobre la tierra. En la superficie quedan miles de jóvenes, los malparidos de la democracia, que parecen no tener más miedo. Gritan, lloran, cantan. Se burlan de la muerte como esa compañera de militancia constante y amenazante y de esa tilinga, de la democracia.

Me atrevo a decir, sin tener las pruebas que me avalen, que cada vez somos más los que nos comprometemos y luchamos por una vida más justa, que otra Argentina es posible.

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